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Nota del editor: Este es el primer capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: El Sínodo de Dort
Todo el mundo tiene un credo. Incluso los cristianos que afirman que «mi único credo es Cristo» tienen un credo, porque en el mismo momento en que empiezan a explicar lo que creen sobre Cristo, están de hecho recitando su credo sobre Cristo. En realidad, es imposible no tener un credo. Así pues, la pregunta es la siguiente: ¿Está nuestro credo cuidadosamente formulado y escrito, es bíblica y doctrinalmente ortodoxo, y está atestiguado por los fieles antepasados de la Iglesia? ¿O se basa en nuestra propia autoridad y sabia invención, siempre cambiante según la última publicación en Internet que leemos o según nuestros propios caprichos doctrinales?
Si realmente somos cristianos, nos importará lo que creemos y, por tanto, lo que confesamos en nuestro credo, pues lo que creemos es la base misma de si somos bíblicamente ortodoxos o si somos herejes. Los credos y las confesiones históricas de la Reforma resumen y articulan sistemáticamente lo que la Palabra de Dios nos enseña, con el fin de que podamos glorificar a Dios y disfrutar de Él por siempre. Si nos importa lo que creemos, nos importarán los credos y las confesiones históricas de la Iglesia, y nos importará lo que ocurrió en los Países Bajos hace cuatrocientos años y cómo respondió la Iglesia reformada.
Tras la muerte del profesor Jacobo Arminio en 1609, sus alumnos tomaron algunos de sus pensamientos, y otros tantos propios de ellos, y protestaron contra las doctrinas establecidas desde hacía tiempo por la Iglesia reformada. Estos manifestantes, o remonstrantes, redactaron cinco puntos de desacuerdo doctrinal con la Iglesia reformada. Sus cinco puntos no eran nada nuevo. Eran algunas de las mismas viejas herejías pelagianas pero vestidas con el traje del siglo XVII. En respuesta a sus formulaciones doctrinales poco ortodoxas, se celebró un sínodo en Dordrecht en 1618-1619 para combatir sus falsas enseñanzas. El sínodo produjo los Cánones de Dort, que son coherentes con la Confesión Belga (1561) y el Catecismo de Heidelberg (1563). Estos documentos se conocen como las «Tres formas de unidad», y la Iglesia reformada los ha afirmado de corazón a lo largo de los siglos con el fin de que la Iglesia pueda seguir conociendo y adorando al Dios único y verdadero que nos hizo a Su imagen, y no a un dios que hacemos a nuestra imagen.