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Nota del editor: Este es el octavo capítulo en la serie de artículos de la revista Tabletalk: La doctrina del futuro
¿Cómo será nuestra existencia en el cielo? Algunos han imaginado a los creyentes en una existencia etérea e incorpórea, flotando en las nubes y tocando el arpa, pero esta imagen no se alinea con el testimonio bíblico. Las Escrituras enseñan que los creyentes resucitarán de entre los muertos (1 Co 15:12-19; 1 Ts 4:13-18) y que tendremos cuerpos físicos por la eternidad. Sin embargo, los cuerpos resucitados no pueden existir sin un lugar, lo que implica que debe haber un nuevo mundo en el que habitemos. Por ello, no es sorprendente descubrir la promesa de que habrá una nueva creación (Is 65:17; 66:22; Ap 21:1), un mundo renovado y libre de pecado. «El primer cielo y la primera tierra» pasarán y el mar ya no existirá (Ap 21:1), y entonces vendrá la nueva creación.
El hecho de que no haya mar no significa que no habrá aguas o mares en la nueva creación. El mar simboliza el caos, el mal y todo lo que deforma y desfigura al mundo actual. La purificación del mundo del mal concuerda con Romanos 8:18-25, donde se nos dice que, en el presente, el mundo creado gime y está lleno de futilidad. Vemos esta futilidad y estos gemidos en los tornados, tsunamis, huracanes, terremotos, inundaciones y otros males naturales. El mundo que Dios creó era bueno (Gn 1:1-31), pero Romanos 8:18-25 nos enseña que, cuando Adán pecó, tanto la raza humana como el mundo creado fueron contaminados por el pecado. Por supuesto, no fue la creación misma la que pecó, pero el pecado de Adán tuvo repercusiones más allá de él. También afectó al mundo que se le había confiado para cultivar y cuidar. Cuando Adán cayó, el mundo cayó con él, y brotaron espinos y cardos (Gn 3:18). Sin embargo, en Romanos 8 vemos que la futilidad y la caída del mundo actual llegarán a su fin.
Esperamos, por lo tanto, un mundo en el que Dios «enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni habrá más duelo, ni clamor, ni dolor, porque las primeras cosas han pasado» (Ap 21:4). Isaías transmite la misma verdad: «El lobo y el cordero pastarán juntos, y el león, como el buey, comerá paja, y para la serpiente el polvo será su alimento. No harán mal ni dañarán en todo Mi santo monte» (Is 65:25). Juan expresa esta misma verdad simbólicamente en Apocalipsis: «Y ya no habrá más noche» (Ap 22:5). Todo lo que es malo y contaminante en este mundo desaparecerá. Habrá tanto discontinuidad como continuidad con el mundo actual. Seguiremos viviendo en un universo físico, pero será un mundo limpio y purificado de todo pecado. Algunos han interpretado que 2 Pedro 3:10-13 enseña que el mundo actual será aniquilado y quemado, y que entonces Dios creará un nuevo universo de la nada. Esta interpretación es ciertamente posible; sin embargo, es más probable que debamos entender que tal quema denota purificación en lugar de aniquilación, de modo que el mundo actual ha de ser purificado, limpiado y renovado. La renovación y purificación de la creación presente se alinean con el modelo que encontramos en la resurrección del cuerpo. Nuestros cuerpos actuales no son aniquilados, sino que se les concede una nueva vida en el día de la resurrección.
La nueva creación también se describe como la nueva Jerusalén que desciende del cielo (Ap 21:2). La ciudad celestial se describe como un templo (21:9-22:5) y como un cubo perfecto (21:16), al igual que el Lugar Santísimo del templo (1 R 6:20). La característica más maravillosa de la nueva creación es la presencia de Dios; el mundo entero será Su templo, Su morada. Disfrutaremos de un nuevo mundo físico limpio de todo pecado, y al considerar la belleza del mundo actual, el esplendor de lo que nos espera asombrará nuestra imaginación. Nos maravillaremos ante esta nueva creación. Sin embargo, el mayor regalo será Dios mismo. Él será nuestro Dios y estará con nosotros; veremos Su rostro (Ap 21:3; 22:4). Nuestra comunión con Dios y nuestro disfrute de Él superarán con creces nuestra experiencia en esta vida, y cantaremos con gozo por el mundo creado y por nuestro gran Dios trino: Padre, Hijo y Espíritu Santo.