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Nota del editor: Este es el sexto de 13 capítulos en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: El Mesías prometido.

¿Alguna vez has notado la cantidad de ofertas de sistemas de seguridad que bombardean a los propietarios de casas? Al menos en el centro de la Florida, parecen estar en todas partes. Anuncios de sistemas de seguridad para casas aparecen regularmente durante las pausas comerciales en la radio. Con los años, mi buzón ha recibido innumerable publicidad impresa que vende la instalación y activación de sistemas de alarma para casas. Y no te imaginas la cantidad de vendedores que han tocado el timbre de mi casa con la esperanza de convencerme de comprar protección monitoreada para mi propiedad.
También existen soluciones de seguridad de baja tecnología. Aseguramos nuestras puertas. Tenemos perros guardianes. Colocamos cercas alrededor de nuestros patios. Independientemente de lo que se diga sobre tales medidas, demuestran una cosa: queremos seguridad.
El deseo de seguridad era particularmente intenso en el mundo antiguo, especialmente en Israel. Al vivir en un pedazo de tierra donde se unen tres continentes, África, Asia y Europa, Israel estaba en constante peligro de ser conquistado por otros que valoraban su posición geográfica estratégica. Y para la familia real, las necesidades de seguridad alcanzaron un nivel completamente diferente. Tenías que proteger tanto a la nación como a la dinastía real. Siempre había alguien queriendo quitarte el trono.
La casa de David finalmente estará a salvo no solo de sus enemigos sino también de la ira santa de Dios mismo.
La promesa de seguridad ocupa un lugar protagónico cuando Dios establece el pacto davídico que encontramos en 2 Samuel 7:1-17. Dios hizo una promesa pactual clave al rey David: «Tu casa y tu reino permanecerán para siempre delante de Mí; tu trono será establecido para siempre» (v. 16). David no solo obtiene un reino seguro con un trono eterno, sino que el reino «[permanecerá] para siempre delante de [Dios]». La casa de David finalmente estará a salvo no solo de sus enemigos sino también de la ira santa de Dios mismo.
Aquí se promete más que simplemente que la familia de David siempre tendrá un hombre en el trono en Jerusalén (2 Sam 7:15). Cuando incluso los desaciertos de los descendientes piadosos de David, Ezequías y Josías, hacen inevitable la caída de Judá y el exilio a Babilonia (2 Re 20:12-19; 2 Cr 35:20-27), está claro que el trono de David no puede perdurar si ha de ser sostenido por meros pecadores. Se requerirá un hijo de David supremamente justo para mantener el trono del reino y darle una seguridad duradera frente a sus enemigos. Se necesitará un hijo de David perfectamente santo para edificar una casa duradera a el nombre de Dios (v. 13). A pesar de que Salomón construyó un templo para Dios en Jerusalén, no podía ser este hijo, porque cayó en la idolatría y, además, el templo que construyó fue destruido por Babilonia (1 Re 3-11; 2 Re 24).
Además, la promesa de Dios de un amor eterno por el linaje de David no significa que este linaje quede sin castigo cuando cae en pecado. Dios disciplinará al linaje de David «con vara de hombres y con azotes de hijos de hombres» (2 Sam 7:14). Pero la promesa aquí no es solo que el linaje de David sufrirá la derrota por parte de otros reyes cuando sea desobediente. El mismo versículo que promete disciplina también promete que los hijos de David serán considerados hijos de Dios (v. 14). Y ¿quién más en el Antiguo Testamento es considerado como hijo de Dios? Su pueblo, Israel (Os 11:1). El linaje de David puede representar a toda la nación. Ambos son, por así decirlo, intercambiables, porque ambos son el hijo de Dios. Lo que le sucede al hijo de David le sucede a toda la nación. Vemos esto claramente en el caso del rey Manasés, quien fue castigado por el pecado y llevado al exilio solo para ser llevado de regreso a Jerusalén (2 Cr 33:10-13). Lo mismo le sucedería más tarde a los judaítas, es decir, al pueblo de Dios Israel (2 Cr 36:17-23).
Al unir estos hechos, vemos las sombras de un Rey venidero. Este Rey será perfectamente justo y capaz de mantener el trono de David. Pero este Rey también soportará el castigo de Dios por el pecado, yendo al exilio por el pecado y regresando a la bendición de Dios que es la vida. Y como consecuencia de esto, aquellos a quienes Él representa son contados como que han sufrido el exilio y regresarán a la vida también. Esto empieza a sonar familiar, ¿no? Estamos hablando, por supuesto, del Hijo final de David, Cristo Jesús, nuestro Señor. Él es el perfectamente justo Hijo de David que entra en el exilio del juicio de Dios, soportando la ira de Dios, para así garantizar la resurrección de Su pueblo, Israel (Is 53; Mt 1:1-14; 2 Co 5:21). Y Él sostiene el trono de David para siempre (Hch 2:1-36).
Hay otro hijo de Dios mencionado en el Antiguo Testamento: Adán, el padre de la raza humana (Lc 3:38). Como el Hijo de Dios, Jesús puede representar también a los descendientes de Adán, llevando el exilio del juicio de Dios para que todos los que confían en Cristo de entre los gentiles puedan tener también la garantía de la vida eterna resucitada. Por la fe, tanto judíos como gentiles pueden unirse al pueblo de Dios, Israel, y recibir la bendición de protección y seguridad para siempre.