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No hay nada más doloroso para mí que ver a una hermana en Cristo luchando con su identidad. Su lucha suele estar enmascarada por otros males como la depresión, la ansiedad, el miedo y una sensación general de estar perdida. El agotamiento que provoca la lucha por su vida espiritual es genuino. El descanso es todo lo que ella quiere, aunque ese descanso es lo que ya tiene en su unión con Cristo.
Muchas de estas mujeres se encuentran desorientadas y con la sensación de haber estado corriendo en círculos en una salvaje búsqueda del tesoro. A menudo han sucumbido a la presión del olvido y se han enredado en una red de engaño tejida por el enemigo (Col 2:4). Estas mentiras tan bien tejidas nos dicen que no somos suficientes para nuestros esposos, familias y amigos, aumentando la carga de no estar a la altura de nuestros propios estándares y expectativas, y haciendo que nos aferremos a la culpa de los fracasos tanto reales como imaginarios. Al igual que es difícil quitarnos la telaraña de encima, la trampa del enemigo se aferra con insistencia a nuestros corazones. Se necesita un cuidado especial y una disciplina tenaz para desecharla con la verdad de la obra consumada de Cristo. Nuestro Salvador conocía la lucha de nuestro corazón, por eso dijo:
Venid a mí, todos los que estáis cansados y cargados, y yo os haré descansar. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y HALLAREIS DESCANSO PARA VUESTRAS ALMAS. Porque mi yugo es fácil y mi carga ligera (Mt 11:28-30).

Un paso a la vez, debemos avanzar en obediencia, con corazones que reflejen el Suyo y descansen en Él. Nuestra tarea diaria de vivir para la justicia a través del descanso requerirá que hagamos lo que Martin Lloyd-Jones dijo una vez: «Dejar de escucharnos a nosotros mismos y empezar a hablarnos a nosotros mismos». Debemos hablarnos a nosotros mismos con la verdad (Jn 17:17).
Eso empieza cuando decimos esta primera verdad: pertenezco a Dios, mi Padre y a mi fiel Salvador, el Señor Jesucristo. El sentido de pertenencia es poderoso en sí mismo. Pero pertenecer al Dios Altísimo, que es el único y verdadero Dios vivo y el Creador de todas las cosas, nos da una paz y una seguridad que no son de este mundo. De hecho, es algo fuera de este mundo. Efesios 1:3-14 habla de los dones que reciben los que están en Cristo como «toda bendición espiritual en los lugares celestiales» y nos dice que nuestro Dios trino —Padre, Hijo y Espíritu— ha trabajado conjuntamente para asegurar nuestra unión con Él. Este vínculo de realiza (Rom 8:15), que conlleva tan grandes beneficios, nos lleva entonces a entonar de corazón esa famosa canción: «Suyo soy y mío es Él». Nada puede robarnos esa verdad. No se trata de un sentimiento que mengua ni de un capricho que se desvanece con el tiempo. Es una certeza en la que podemos descansar firmemente. Mientras reposamos en esa verdad, descansamos bajo el yugo de Cristo y nos esforzamos por vivir para Él con la gracia que nos proporciona. Al hablarnos la verdad de lo que somos, nuestros corazones y nuestras vidas son transformados. Nuestros corazones se convierten en galerías que muestran retratos vivos de Su evangelio de gracia «para alabanza de su gloria» (Ef 1:14).
Quizá por ello, la primera pregunta y respuesta del Catecismo de Heidelberg contiene esta importantísima primera verdad:
¿Cuál es tu único consuelo en la vida y en la muerte? Que yo en cuerpo y alma, tanto en la vida como en la muerte, no me pertenezco a mí mismo, sino a mi fiel Salvador Jesucristo, quien con Su preciosa sangre ha hecho una satisfacción completa por todos mis pecados y me ha librado de todo el poder del diablo. Además, Él me preserva de tal forma que, sin la voluntad de mi Padre celestial, no puede caer ni un cabello de mi cabeza: sí, todas las cosas deben servir para mi salvación. Por lo tanto, mediante Su Espíritu Santo, también me asegura que tengo vida eterna y me prepara y dispone de corazón para que viva para Él, de aquí en adelante.
¿Escuchaste las recompensas de saber que perteneces a nuestro gran Dios trino? El consuelo, la justificación, la liberación del maligno y de su poder, la preservación en todas las cosas para la gloria de tu salvación eterna e incluso la disposición a través del Espíritu Santo de vivir para Él por ahora y para siempre. Estas bendiciones espirituales forman el fundamento de nuestra identidad en Cristo.
Cuando nuestros corazones nos engañan y tratan de convencernos de que aferrarse a la culpa, que ya ha sido puesta sobre Cristo, es remotamente aceptable, debemos mantenernos firmes. Debemos declarar estas verdades a nosotras mismas una vez más. «Por consiguiente, no hay ahora condenación para los que están en Cristo Jesús […] Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús te ha libertado de la ley del pecado y de la muerte» (Rom 8:1-2). En verdad, somos libres. Con corazones agradecidos y humildes, somos libres para descansar en el yugo de nuestro Salvador y en todo lo que significa ser Suyo. Nuestra libertad transforma nuestro descanso en un servicio vivificante a Él en todas nuestras responsabilidades: amar a nuestros esposos e hijos, afilar asperezas con una amiga, ser una defensora de nuestro hijo discapacitado, llorar con alguien que está sufriendo, cuidar de un padre anciano, y sí, apoyarnos más en Cristo cuando las tormentas arrecian en nuestros corazones. El descanso es nuestro.
Este Jesús, a quien pertenecemos, no desperdiciará nada en nuestras vidas mientras transforma nuestros corazones en corazones humildes como el Suyo, y es igual de fiel para proveer todo lo que necesitamos para esa transformación. Descansa en Él.