


Vanidad
15 julio, 2023


Al mismo tiempo justificado y pecador
20 julio, 2023Nuestro Salvador lleno de gracia


Los primeros capítulos del Nuevo Testamento nos recuerdan que el Hijo encarnado de Dios es un Salvador. María exclama con adoración: «Mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador» (Lc 1:47). Un ángel declara a José que su Hijo «salvará a Su pueblo de sus pecados» (Mt 1:21). Los pastores quedan impresionados con este mensaje: «Les ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor» (Lc 2:11). La palabra griega traducida como «Salvador» significa «el que preserva o rescata de peligros y aflicciones naturales». «Salvador» conlleva la idea de librar de un daño para la preservación, a la vez que representa tanto a un salvador como a un protector.
En Marcos 15:33-41, la cúspide de la obra de Jesús como nuestro Salvador se muestra de forma horrible y gloriosa. Horrible por el inmenso sufrimiento, la vergüenza y las burlas que nuestro Señor soportó, pero glorioso porque es en este lugar de sufrimiento donde los pecadores son rescatados. Después de que Jesús dio «un fuerte grito» (v. 37) y entregó Su vida, un centurión que había presenciado estos acontecimientos espantosos declara: «En verdad este hombre era Hijo de Dios» (v. 39). Se trata de un férreo soldado encargado de supervisar la crucifixión de Jesús. Es posible que haya estado presente en el arresto de Jesús, que lo haya acompañado a Sus juicios y que se haya unido a sus compañeros en los insultos. Ahora él escucha el clamor de Jesús cuando entrega Su vida voluntariamente.


El centurión oyó a Jesús perdonando a Sus acusadores, salvando al ladrón en la cruz y poniendo a Su madre al cuidado de Juan, y a través de todo esto concluyó: «Este no es un hombre ordinario». ¿Cómo llega este centurión romano a esta conclusión? Los relatos paralelos de Mateo 27 y Lucas 23 revelan que, después de que Jesús entrega Su espíritu, el velo del templo se rasga en dos, se produce un gran terremoto y muchas personas resucitan. Estos acontecimientos sacuden hasta la médula a este soldado aguerrido. «Al ver el centurión lo que había sucedido, glorificaba a Dios, diciendo: “Ciertamente, este hombre era inocente”» (Lc 23:47). Otros en la multitud se unen al centurión en su confesión. Hay algo extraordinario y sobrenatural en Jesús. Es un Salvador justo que no muere por Sí mismo, sino en lugar de los demás.
La cruz se convierte en el epicentro de purificación para los pecadores, un lugar de refugio y rescate. Como nuestro Salvador, Jesús nos rescata de nuestro pecado, de la ira de Dios sobre nuestro pecado y de la muerte, que es una consecuencia de nuestro pecado. Isaías dijo: «Las iniquidades de ustedes han hecho separación entre ustedes y su Dios, / Y los pecados le han hecho esconder Su rostro» (Is 59:2). Pablo se lamenta: «¡Miserable de mí! ¿Quién me libertará de este cuerpo de muerte?» (Ro 7:24). Él responde a su pregunta en 1 Tesalonicenses 1:10: «Jesús, quien nos libra de la ira venidera». Ponte en el lugar de este centurión y contempla al Cordero de Dios que es nuestro Salvador, quien en Su gracia ofrece Su vida en nuestro lugar para que nosotros, que antes éramos Sus enemigos, ahora seamos hijos de Dios.