La teología nos lleva a la doxología
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Nota del editor: Este es el quinto capítulo en la serie especial de artículos de Tabletalk Magazine: La historia de la Iglesia | Siglo XVII
Hace poco, mi esposo y yo visitamos los archivos de la biblioteca del Williams College en Williamstown, Massachusetts. A nuestra llegada, una bibliotecaria alegre nos preguntó si estábamos allí para ver la primera edición de Jane Austen o las obras de Shakespeare. En realidad, ninguna de las dos cosas. Después de pasar de largo esos famosos volúmenes, buscamos en la vitrina otro libro: la Biblia de John Eliot. Impresa en 1663, fue la primera Biblia publicada en las colonias americanas y está escrita en la lengua de los massachusett, de la familia de las lenguas algonquinas. Ya sea que los visitantes del archivo lo aprecien o no, este volumen de aspecto modesto es el objeto más importante de la colección de esta universidad, un recuerdo tangible de la obra transformadora de Dios.
En 1646, John Eliot, ministro de la colonia de la bahía de Massachusetts, comenzó a predicar en una comunidad local de nativos americanos. En las reuniones también oraba en voz alta en la lengua de los massachusett «como garantía de que si oraban así, Dios podía entenderlos». Y mientras Eliot ministraba fielmente la Palabra de Dios, cientos depositaron su confianza en Cristo. Esos cristianos llegaron a ser conocidos en la colonia como «indios de oración» y sus asentamientos como «pueblos de oración». La marca distintiva de los nuevos creyentes en Cristo era obvia para todos: se convirtieron en gente que ora.
A lo largo de la historia redentora, la oración corporativa ha sido una característica primordial de los redimidos. Desde los descendientes piadosos de Set, cuando «comenzaron los hombres a invocar el nombre del SEÑOR» (Gn 4:26), pasando por los israelitas que adoraban a Dios en Su «casa de oración» (Is 56:7), hasta los primeros miembros de la Iglesia primitiva, que «estaban unánimes, entregados de continuo a la oración» (Hch 1:14), el pueblo de Dios siempre ha sido un pueblo que ora.
Por tanto, debemos preguntarnos: ¿es esta una marca distintiva de nuestras iglesias hoy en día? ¿Dedican nuestros cultos tiempo y atención considerables a la oración? ¿Hay en nuestros calendarios eclesiásticos reuniones periódicas de oración? ¿Dan nuestras familias y grupos de comunión en la iglesia prioridad a clamar juntos al nombre del Señor?
Hermanos, debemos ser personas que oran, de la misma manera que los santos que nos precedieron.
Primero, debemos ser personas que oran porque sabemos que nuestra única ayuda está en el nombre del Señor. Es el Señor quien edifica la casa y guarda la ciudad, quien prospera la misión de la iglesia y provee de vida espiritual a su adoración. Cuando oramos juntos, estamos reconociendo nuestra vulnerabilidad. Al orar juntos, le pedimos a Dios por el avivamiento, la regeneración, la madurez y la capacitación que solo Él puede dar. Al orar juntos, estamos extendiendo al cielo lo que el teólogo del siglo XVII, Thomas Manton, llamó «la mano vacía del alma… [que] busca todo en Dios».
Daniel y sus tres amigos eran jóvenes israelitas que fueron llevados a Babilonia para servir en la corte de Nabucodonosor. Separados de sus familias, con nuevos nombres, entrenados en la cultura pagana y contados entre los magos de la casa real, estos cuatro jóvenes estaban rodeados diariamente de una impiedad inflexible. Y sin embargo, las Escrituras nos dicen que no fueron cautivos de su futilidad. Cuando Nabucodonosor amenazó a Daniel con la muerte, su respuesta fue considerablemente distinta a la de los hechiceros aduladores:
Entonces Daniel fue a su casa e informó el asunto a sus amigos Ananías, Misael y Azarías, para que pidieran misericordia del Dios del cielo acerca de este misterio, a fin de que no perecieran Daniel y sus amigos con el resto de los sabios de Babilonia (Dn 2:17-18).
Ante el caos inminente, Daniel y sus amigos se encomendaron al Señor. A diferencia de los babilonios paganos, eran personas de oración.
Al igual que Daniel y sus compañeros, nosotros también somos extranjeros en una tierra extraña. Estamos rodeados de una impiedad dominante que cree que nuestra gran esperanza descansa en la tecnología, la medicina, el dinero o los recursos humanos. Pero, cuando oramos juntos, damos testimonio y nos recordamos unos a otros que nuestra esperanza viene de un lugar totalmente diferente. No nos ponemos ansiosos, en una búsqueda desesperada por soluciones humanas. Somos personas de oración.
También debemos ser personas de oración porque, cuando oramos juntos, crecemos en el amor unos por otros. Cuando participamos de una reunión de oración y escuchamos a otros orar con palabras de amor profundo por nuestro Dios, que es fiel a Su pacto, nos damos cuenta de que estamos entre amigos. Cada persona que está unida a Cristo, todo el que le ama y es amado por Él, también está unido a nosotros en amor (Ef 3:14-19). Cualquier amigo de Jesús es amigo nuestro.
Orar juntos es, entonces, una expresión de nuestro amor. Llevamos «las cargas de los otros» al trono de la gracia (Gá 6:2). Nos «[gozamos] con los que se gozan y [lloramos] con los que lloran» (Ro 12:15). Nos «[acordamos] de los presos, como si [estuviéramos] presos con ellos» (He 13:3). Vencemos a nuestro enemigo común «[suplicando] por todos los santos» (Ef 6:18). Jóvenes y ancianos, hombres y mujeres, sanos y enfermos, ricos y pobres, creyentes maduros y nuevos creyentes, traen delante del Señor las preocupaciones los unos de los otros. Como somos personas de oración, nos amamos unos a otros.
Y cuando nos comprometemos a ser personas de oración, recibimos un don precioso. Cristo mismo promete estar entre nosotros. No importa cuán pequeño sea nuestro grupo o cuán frágiles nuestras peticiones, Aquel que vive para interceder ora junto a nosotros (He 7:25). Siempre que Su pueblo que ora se reúna en Su nombre, Cristo estará presente en todo momento.
Hermanos, oremos.