Paz en la familia
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17 enero, 2024Paz en la iglesia
Nota del editor: Este es el quinto capítulo en la serie de artículos de la revista Tabletalk: La paz
Una de las palabras más dulces de la lengua hebrea es shalom, «paz». Transmite una sensación de paz muy específica. Como le gustaba definirla a un querido amigo judío, «nada está fuera de lugar; todo está como debe ser». Ese estado solo ha existido en el orden creado al principio. Dios observó el producto terminado de Su obra de creación y no solo declaró que era «bueno en gran manera» en su totalidad, sino que también lo consumó con el descanso sabático prototípico. El secreto de esta paz y perfección era que Dios estaba al centro de todo, y Adán y Eva lo reconocían así.
La entrada del pecado por la desobediencia de Adán trajo discordia y perturbación. Se produjeron fricciones, no solo entre él y su Creador, sino también entre él y Eva, con la que hace muy poco se había unido como «una sola carne». También lo llevó a tener un conflicto con la propia creación sobre la que Dios lo había puesto como el portador terrenal de Su imagen y Su vicerregente. A partir de ese momento, la tierra se convirtió en el centro del conflicto cósmico que se ha desatado desde entonces.
En Su misericordia, Dios no esperó a que Adán encontrara el antídoto para su fracaso. Él mismo proporcionó lo necesario para satisfacer Su propia justicia y librar a Adán y Eva de lo que merecían por su pecado. Proporcionó dos animales para el sacrificio cuyas pieles cubrirían su desnudez moral y física ante Dios, y lo harían porque la muerte de los animales apuntaba a la única muerte sacrificial por la que un día Dios lidiaría plena y definitivamente con el pecado.
Dios dejó claro desde el principio que Su intención para el mundo y para la raza humana era el shalom del más alto nivel: una relación restaurada con Él que se reflejaría en relaciones restauradas entre los miembros de Su pueblo redimido. Una de las expresiones más elocuentes y alentadoras de lo que esto significa y de cómo pasa a ser nuestro se aprecia en las palabras de la bendición aarónica: «El Señor te bendiga y te guarde; / El Señor haga resplandecer Su rostro sobre ti, / Y tenga de ti misericordia; / El Señor alce sobre ti Su rostro, / Y te dé paz» (Nm 6:24-26).
Como se ha señalado muchas veces, la clave de este shalom no es la mera ausencia del conflicto, sino la presencia y el favor de Dios. El teatro que Dios ha elegido para desplegar esta bendición es Su comunidad redimida, la iglesia. Es decir, cuando los hombres y las mujeres, los niños y las niñas encuentran el perdón y la paz con Dios por Su gracia redentora, sus relaciones entre sí son transformadas por esa misma gracia. La iglesia, tanto en su expresión del antiguo pacto como en la del nuevo pacto, está marcada por la paz y la reconciliación.
Es importante notar que las raíces de esta restauración se encuentran en la nueva posición que tenemos ante Dios en términos de nuestro estatus legal. Esa posición, como señalan los teólogos, es «forense»; se relaciona con la ley de Dios. Por naturaleza, y en virtud de nuestro pecado, estamos bajo Su justa ira y condenación, pero, por gracia y mediante la justificación, somos perdonados y considerados justos y «tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo» (Ro 5:1). Ya no estamos alejados de Dios y en conflicto con Su voluntad; estamos reconciliados con Él y Él con nosotros. Esto es lo más glorioso que puede saber un pecador. Por medio de Cristo, los extranjeros y marginados son acercados a Dios y lo conocen como su Dios y Padre. Isaías identifica acertadamente a Jesús como el «Príncipe de Paz» (Is 9:6). Todo lo que Él es en virtud de Su persona excepcional y todo lo que ha logrado mediante Su obra salvadora respaldan y garantizan nuestra paz con Dios y sustentan la nueva paz que disfrutamos como Sus hijos redimidos.
¿Cómo se traduce esto en nuestras relaciones mutuas como miembros de Su iglesia? Una vez más, en nuestras relaciones hay una dimensión forense o legal. Así como nuestros lazos familiares —tanto genéticos como legales— sustentan nuestra relación con nuestros padres y hermanos, lo mismo ocurre en la familia de Dios. Si somos hijos de Dios comprados con sangre por Cristo, no solo estamos unidos a Jesús en una unión salvadora, sino que también estamos unidos a todos Sus hijos. Todos somos uno en Él (Gá 3:28). Todas las barreras étnicas, sociales y de cualquier otro tipo que dividen a nuestra raza caída quedan derribadas en la familia de Dios. Podemos aceptarnos «los unos a los otros, como también Cristo nos aceptó» (Ro 15:7). Por muy difícil que nos resulte llevarnos bien con los demás cristianos, compartimos el mismo ADN espiritual en Cristo. Así como estamos unidos a Él en la salvación, también estamos unidos entre nosotros por toda la eternidad en la comunión de los santos. Este es el fundamento de la paz en la iglesia. Así como la justicia forense de nuestra justificación debe manifestarse en la justicia práctica de la nueva obediencia, la paz que tenemos con Dios en la justificación debe impregnar nuestras relaciones en Su familia.
No hay ningún pasaje de la Escritura donde las implicaciones prácticas de este aspecto de nuestra salvación destaquen con más claridad que en la Epístola de Pablo a los Efesios. El énfasis principal del apóstol en esta epístola es la naturaleza de la iglesia como la nueva humanidad de Dios que se manifiesta en una comunidad renovada. Pablo se centra en este aspecto de la redención debido al impacto de lo que conocemos como la controversia entre judíos y gentiles, que fue uno de los problemas más perjudiciales que afectaron a la iglesia del Nuevo Testamento.
Tras dedicar el primer capítulo de Efesios a bosquejar las raíces de la redención en la eternidad y sus fundamentos en la obra consumada de Cristo en la historia, Pablo pasa al segundo capítulo y les recuerda a sus lectores sobre la ejecución concreta de la salvación en su propia experiencia. Se centra en este importante asunto, que muchas veces perturbó la comunión de los santos en el primer siglo. Al señalar los trasfondos étnicos y religiosos tan distintos de los dos grupos principales de la Iglesia —los judíos y los gentiles—, les recuerda la única vía por la que habían entrado a la iglesia: la cruz de Cristo. Aludiendo a ambos lados de esta división étnica, dice: «Pero ahora en Cristo Jesús, ustedes, que en otro tiempo estaban lejos, han sido acercados por la sangre de Cristo. Porque Él mismo es nuestra paz, y de ambos pueblos hizo uno» (Ef 2:13-14). Cristo no solo aseguró la reconciliación entre Dios y el hombre en la cruz; Su obra reconciliadora abarcaría las grandes divisiones dentro de nuestra raza.
Pablo dice que Cristo derribó…
…la pared intermedia de separación, poniendo fin a la enemistad en Su carne […] para crear en Él mismo de los dos un nuevo hombre, estableciendo así la paz, y para reconciliar con Dios a los dos en un cuerpo por medio de la cruz, habiendo dado muerte en ella a la enemistad (Ef 2:14-16).
La alusión de Pablo a «la pared intermedia de separación» bien puede ser una referencia al muro literal del templo que separaba el atrio de los gentiles de los atrios interiores reservados para los judíos. Con Su muerte, Jesús inauguró una época totalmente nueva en la historia de la adoración, una sin barreras de raza, cultura o trasfondo. Esto marcó el cumplimiento de la promesa de Dios a Abraham de que en él «serán benditas todas las familias de la tierra» (Gn 12:3). Esta bendición se visibiliza en la paz instaurada por Dios en las relaciones restauradas entre Dios y los seres humanos pecadores y dentro de Su comunidad redimida.