1 Juan 4:8
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Nota del editor: Este es el cuarto capítulo en la serie especial de artículos de Tabletalk Magazine: La historia de la Iglesia | Siglo II
Los notables emperadores romanos del siglo II, Trajano, Adriano, Antonino Pío y Marco Aurelio, siguieron las tradiciones de sus predecesores imperiales, incluso aquella crueldad inquebrantable hacia los cristianos.
No obstante, sin saberlo, fueron parte de una tradición que precedió al Imperio romano. Marcharon dentro de una línea real que incluía al faraón de Egipto (Ex 9:16), a Nabucodonosor de Babilonia (Dn 2:37), a Ciro de Persia (Is 45:1,13), y, de hecho, a todos los monarcas desde de los albores del tiempo. Todos se sentaron en tronos que les otorgó el Dios Todopoderoso, Aquel que, según Daniel, «quita reyes y pone reyes» (Dn 2: 21b).
En Romanos 9, Pablo nos dice que tal soberana Soberanía es poderosamente intencionada. Citando Éxodo 9:16, declara el derecho de Dios de salvar o pasar por alto a quien Él quiera, para exaltar y humillar, para ordenar las vidas de Sus criaturas con el fin de lograr Sus propósitos. «Porque la Escritura dice a Faraón: Para esto mismo te he levantado, para demostrar mi poder en ti, y para que mi nombre sea proclamado por toda la tierra» (Rom 9:17).
Hasta donde sabemos, Dios nunca le dijo a Trajano, a Adriano, a Antonino o a Marco por qué los eligió para empuñar el cetro sobre el mayor imperio del mundo antiguo. Pero de lo que no puede haber ninguna duda es que, por ellos haber estado sentados en el trono mientras la Iglesia de Cristo florecía, el nombre de Dios fue proclamado. La crueldad de ellos hizo esto.
Las verdades de la Palabra de Dios no cambian.
Leamos las palabras de Ignacio de Antioquía, quien escribió a la iglesia de Roma mientras viajaba a la capital imperial para ser martirizado: «Fuego y cruz, manadas de fieras, quebrantamientos de huesos, descoyuntamiento de miembros, trituramiento del cuerpo, atroces torturas del diablo, ¡vengan sobre mí con tal de alcanzar a Jesucristo!».
O consideremos el testimonio de Policarpo, quien tranquilamente informó a quienes lo preparaban para la muerte que no había necesidad de clavarlo en la hoguera. Y luego oró: «Oh Padre, te bendigo, porque me has tenido por digno para recibir mi porción y ser contado entre Tus mártires».
Estos y muchos otros que encontraron la muerte bajo los llamados «emperadores buenos» del siglo II hicieron que el nombre de su Dios fuera exaltado. Como siempre, Dios usó a los que había puesto en los pináculos del poder para glorificarse a Sí mismo.
Nuestros hermanos del siglo II fueron «levantados» providencialmente en un tiempo difícil. En comparación, nuestra carga es ligera. Sin embargo, las verdades de la Palabra de Dios no cambian. Los presidentes y primeros ministros ejercen el poder por el decreto de Dios. Y estamos aquí porque Él quiso que así fuera. Nuestro llamado no es diferente al de Ignacio, Policarpo y tantos otros santos del siglo II: vivir de tal manera que Dios sea exaltado. Que Su nombre sea proclamado en nuestro tiempo.