
Tu vara y Tu cayado me infunden aliento
13 noviembre, 2018
Has ungido mi cabeza con aceite; mi copa está rebosando
19 noviembre, 2018Tú preparas mesa delante de mí en presencia de mis enemigos

Nota del editor: Este es el octavo capítulo en la serie «El Salmo 23», publicada por la Tabletalk Magazine.
Lo mejor en el Salmo 23, como en la vida, está reservado para el final. Aquí, la clásica metáfora del pastor y la oveja es insuficiente para describir la riqueza de la relación entre el Señor y Su pueblo, por lo que la metáfora ahora cambia a la de un anfitrión y su invitado. Más precisamente —ya que esta no es la imagen de una fiesta común y corriente— la metáfora presenta a un gran rey recibiendo a su súbdito en su casa como invitado de honor al banquete.
Este contexto real explica la presencia de los enemigos de David como observadores en la fiesta. Normalmente no invitaríamos a nuestros enemigos para que nos vean comer, y en otras circunstancias podríamos decir que su presencia probablemente nos haría perder el apetito. Sin embargo, en este escenario, su asistencia involuntaria a la fiesta es la prueba contundente de que ha habido un cambio definitivo en el equilibrio del poder ahora que el gran Rey finalmente ha llegado. Por mucho tiempo, los enemigos de David se burlaron de él y de su confianza en Yahweh, y David no tuvo el poder para vencerlos. Por años, había estado clamando: «¿Hasta cuándo, oh SEÑOR? ¿Me olvidarás para siempre?… ¿Hasta cuándo mi enemigo se enaltecerá sobre mí?» (Sal 13:1-2). A menudo debió parecerle a David, y al mundo observador, como si el Señor realmente se hubiera, en efecto, olvidado de él y permitido que sus enemigos se regocijaran triunfantes.
Nuestro Pastor ha entregado Su vida por nosotros y ha resucitado de entre los muertos, avergonzando a nuestro último y mayor enemigo: la muerte misma.
Las apariencias pueden ser engañosas. Con la llegada del gran Rey, finalmente se hace justicia: David es reivindicado y mostrado como aquel a quien el Señor ama y se deleita en honrar, mientras que sus enemigos ahora están sin poder y avergonzados. El Señor ofrece una fabulosa fiesta para David y lo recibe como el invitado de honor en el banquete. La fidelidad a los términos del pacto merece y recibe una invitación a un lugar de honor en la mesa del rey, mientras que los enemigos del salmista son juzgados y hallados en falta. La parábola que Jesús contó acerca de las ovejas y las cabras combina de manera similar las metáforas de la oveja y el pastor con la del Rey que ofrece un banquete (véase Mt 25). Allí también, las ovejas fieles son invitadas a recibir su recompensa mientras las cabras infieles son arrojadas a la oscuridad.
Pero esta distinción fundamental entre el siervo fiel y el enemigo infiel —entre los que son invitados a unirse a la fiesta y aquellos que son dejados de pie a un lado, impotentemente avergonzados— plantea una pregunta en el corazón de cada creyente: ¿por qué sería yo invitado como uno de honor a semejante fiesta reservada para los siervos fieles del Rey? Después de todo, nuestra obediencia es esporádica en el mejor de los casos, y a menudo muy lejos de lo que debería ser. Con frecuencia y deliberadamente hemos dado la espalda a la obediencia y nos hemos unido a los rebeldes en adoración ferviente a sus ídolos. En lugar de misericordia y gracia, merecemos que la maldición del pacto de Dios nos persiga todos los días de nuestras vidas.
Aquí es donde brilla tan claramente la belleza de la salvación inmerecida que viene a ser nuestra en el evangelio ya que Jesucristo, el Hijo del Gran Rey, vino y, tomando nuestro lugar, vivió la vida de perfecta obediencia que nosotros deberíamos haber vivido. En vez de recompensarlo con honor y gloria, el Padre entregó al Buen Pastor en manos de Sus enemigos, de modo que exclamó en las palabras del salmo anterior: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? ¿Por qué estás tan lejos de mi salvación y de las palabras de mi clamor?» (Sal 22:1). En la cruz, Jesús encarnó la máxima representación de un hombre bajo la maldición de Dios. Su testimonio allí no era de abundante comida y verdes pastos, sino de hambre y sed, tanto que su lengua se pegó al paladar. Su experiencia en la cruz no fue la de la reconfortante presencia del Señor a Su lado en el valle de sombra de muerte, restaurando Su vida, sino una de desamparo y abandono a medida que Su vida menguaba lentamente. En el Calvario no había vara ni cayado para consolarlo y protegerlo de todo mal; por el contrario, fue entregado al escarnio de Sus enemigos para ser atormentado y torturado. En lugar de morar en la casa del Señor, en la cruz, fue abandonado en la oscuridad para morir solo, desamparado.
Sin embargo, este abandono es el fundamento de nuestra esperanza. Nosotros tenemos muchas más razones que David para declarar con confianza: «nada me faltará» y «no temeré mal alguno». Nuestro Pastor ha entregado Su vida por nosotros y ha resucitado de entre los muertos, avergonzando a nuestro último y mayor enemigo: la muerte misma. Ahora Jesús está de pie como el anfitrión de la gran fiesta, el Rey que se ha ido antes que nosotros para prepararnos un lugar en la casa de Su Padre. Ya sea que nuestro recorrido actual nos lleve a través de verdes pastos y aguas de reposo o se abra camino a través del valle de sombra de muerte, podemos confiar en esto: Jesús ha prometido darnos la bienvenida a Su reino en el último día, para allí festejar en Su mesa, junto con todos Sus santos de muchas naciones, reivindicados en presencia de todos nuestros enemigos. El Señor es en verdad nuestro Buen Pastor.