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Nota del editor: Este es el cuarto capítulo en la serie de artículos de Tabletalk Magazine: Las misiones mundiales y la teología reformada
El teólogo y polemista católico romano Roberto Belarmino (1542-1621) quizás fue el primer autor que describió el naciente protestantismo como un movimiento teológico deficiente desde el punto de vista misionero. Belarmino sostenía que una de las marcas de una verdadera iglesia es su continuidad con la pasión misionera de los apóstoles. En su opinión, la actividad misionera del catolicismo romano era indiscutible, y esto proporcionaba un fuerte apoyo a su pretensión de solidarizarse con los apóstoles. Belarmino sostenía:
En este siglo los católicos han convertido a muchos miles de paganos en el nuevo mundo. Cada año un cierto número de judíos son convertidos y bautizados en Roma por los católicos que se adhieren con lealtad al obispo de Roma […] Los luteranos se comparan con los apóstoles y los evangelistas; sin embargo, aunque tienen entre ellos un gran número de judíos, y en Polonia y Hungría tienen a los turcos como vecinos cercanos, apenas han convertido a un puñado.

Sin embargo, esta caracterización no tiene en cuenta la complejidad del contexto histórico de la Reforma. En primer lugar, para responder a Belarmino, en los primeros años de la Reforma ninguna de las principales entidades protestantes poseía recursos navales y marítimos significativos para llevar el evangelio fuera de los límites de Europa. En cambio, los reinos de España y Portugal, que eran los líderes reconocidos entre las regiones que enviaban misiones en esa época, disponían de esos recursos en abundancia. Además, los esfuerzos misioneros católicos romanos eran a menudo indistinguibles de las empresas imperialistas. Cabe destacar que otras naciones católicas romanas de Europa, como Polonia y Hungría, también carecían de capacidad marítima y no mostraban más interés misionero transcultural en aquella época que la Sajonia luterana o la Zúrich reformada. Por lo tanto, Kenneth Stewart sostiene que es un error hacer la afirmación simplista de que las naciones católicas romanas estaban comprometidas con las misiones de ultramar mientras que ninguna potencia protestante lo estaba.
También es vital reconocer que, como ha demostrado Scott Hendrix, la Reforma fue el intento de «hacer la cultura europea más cristiana de lo que había sido. Fue, si se quiere, un intento de volver a enraizar la fe, de recristianizar Europa». A los ojos de los reformadores, este programa conllevaba dos convicciones que lo acompañaban. En primer lugar, consideraban que lo que pasaba por cristianismo en la Europa de finales de la Edad Media era subcristiano en el mejor de los casos y pagano en el peor. Juan Calvino lo expresó así en su Respuesta a Sadoleto (1539):
La luz de la verdad divina se había extinguido, la Palabra de Dios había sido enterrada, la virtud de Cristo había sido dejada en un profundo olvido y el oficio pastoral había sido subvertido. Mientras tanto, la impiedad acechaba de tal manera que casi ninguna doctrina de la religión estaba libre de mezcla, ninguna ceremonia libre de error, ninguna parte, por mínima que fuera, del culto divino no estaba manchada por la superstición.
Y en su Institución de la religión cristiana comentó que en las iglesias de Europa,
Cristo yace oculto, medio enterrado, el evangelio derrocado, la piedad dispersa, el culto a Dios casi aniquilado. En ellas, en resumen, todo es tan confuso que allí vemos el rostro de Babilonia más que el de la Ciudad Santa de Dios.
Por lo tanto, los reformadores consideraron su tarea como una tarea misionera, ya que estaban plantando verdaderas iglesias cristianas.
Las misiones puritanas
Si nos trasladamos al siglo XVII, vemos una pasión misionera similar entre los puritanos. Consideremos, por ejemplo, a John Rogers (c. 1570-1636), cuyo método extraordinario de predicación le valió el sobrenombre de «Rogers el rugiente» y que tuvo un ministerio especialmente fructífero en la parroquia puritana de Dedham, Essex, desde 1605 hasta su muerte treinta y un años después. Entre sus pocas obras publicadas se encuentra A Treatise of Love [Un tratado sobre el amor], que comenzó como una serie de sermones sobre 1 Juan 3:3. Una de las marcas del verdadero amor a Dios, afirmaba Rogers, es que anhela que los demás también lo amen, y por ello busca «atraer a muchos a Dios» como pueda, «como Felipe hizo con Natanael» (ver Juan 1:44-46) y Andrés con Pedro (ver vv. 40-42). De hecho, el amor cristiano tiene un alcance global, ya que «llega a todos, a los cercanos y a los lejanos, a los extranjeros, a los enemigos, a los que están dentro y a los que están fuera de la iglesia, a los turcos [es decir, a los musulmanes] y a los paganos, debemos orar por ellos y hacerles algún bien si se cruzan en nuestro camino». De hecho, Rogers instó explícitamente a sus lectores:
Debemos orar por los pobres paganos, para que Dios envíe Su luz y Su verdad, para que con el tiempo sean llevados al seno de la iglesia y al redil de Cristo Jesús.
Pero antes del envío de la «luz y la verdad» de Dios a «los pobres paganos», vinieron las oraciones de innumerables puritanos como Rogers, oraciones que proporcionaron el terreno del que surgió el movimiento misionero de finales del siglo XVIII.
En los días posteriores a la restauración de la monarquía británica bajo Carlos II, la espiritualidad puritana hizo especial hincapié en la búsqueda de la salvación de los perdidos. John Janeway (fallecido en 1657) fue, en palabras de Dewey Wallace, «un ejemplo de ganar almas». No mucho tiempo después de su propia conversión, buscaba fervientemente la de los miembros de su familia y compañeros de estudios no salvos en Cambridge, «deseando llevar al cielo al mayor número posible de ellos». Joseph Alleine (1634-68), en su libro Alarm to Unconverted Sinners [Alarma a los pecadores inconversos] (1672), que fue un éxito de ventas, consideró la posibilidad de ir a China a predicar el evangelio. John Bunyan (1628-88), uno de los grandes evangelistas puritanos de la época de la Restauración, podía describir su pasión por la salvación de los perdidos en términos que tanto George Whitefield como John Wesley habrían hecho suyos con gusto:
Mi gran deseo en el cumplimiento de mi ministerio era llegar a los lugares más oscuros del país, incluso entre las personas que estaban más alejadas de la profesión; pero no porque no pudiera soportar la luz (pues no temía mostrar mi evangelio a nadie), sino porque encontré que mi espíritu aprendía más después de la obra de despertar y convertir, y la Palabra que llevaba se inclinaba más hacia ese lado; sí, así me he esforzado por predicar el evangelio, no donde se nombraba a Cristo, para no edificar sobre el fundamento de otro hombre, Rom 15:20.
En mi predicación he sufrido mucho, y he viajado [es decir, me he afanado] para dar a luz hijos para Dios; tampoco podía estar satisfecho si no aparecían algunos frutos en mi trabajo: si era infructuoso, no importaba quién me elogiara; pero si era fructífero, no me importaba quién me condenara. He pensado en eso: El que gana almas es sabio, Pr 11:30.
No me complacía nada ver a la gente beber en opiniones si parecían ignorantes de Jesucristo, y el valor de su propia salvación, la convicción sólida por el pecado, especialmente por la incredulidad, y un corazón encendido para ser salvado por Cristo, con fuertes alientos tras un alma verdaderamente santificada: eso era lo que me deleitaba; esas eran las almas que consideraba benditas.
Y el puritano Cotton Mather (1663-1728), de Nueva Inglaterra, estaba convencido de que la oración es vital para el avance del evangelio en todo el mundo. Afirmó en The Nets of Salvation [Las redes de la salvación] (1704):
Orar por las almas es un paso fundamental en la ganancia de almas. Cuando el Espíritu de gracia es derramado sobre un alma, esa alma es ganada inmediatamente […] Sí, ¿quién puede decir hasta qué punto las oraciones de los santos, y de unos pocos santos, pueden prevalecer con el cielo para obtener esa gracia, que ganará pueblos y reinos enteros para servir al Señor? […] Es posible que las naciones del mundo sean ganadas rápidamente de las idolatrías del paganismo y de las imposiciones de Mahoma, si un Espíritu de oración actuara en el pueblo de Dios.
Es cierto que no hubo ninguno en la época puritana con un ministerio itinerante comparable al de George Whitefield, pero esto no significa que los puritanos carecieran de sentido de la misión.
«Ciertamente la Sión irlandesa exige nuestras oraciones»
Por supuesto, el gran siglo de la explosión de las misiones reformadas fue el final del siglo XVIII, cuando, a raíz de los renacimientos evangélicos de esa época, se crearon varias sociedades misioneras transculturales. Entre ellas se encontraba la llamada Sociedad Misionera Bautista, cuyo primer misionero fue el bautista calvinista William Carey (1761-1834). Entre los amigos y partidarios más cercanos de Carey estaba Samuel Pearce (1766-99), no muy conocido hoy en día pero que en aquella época era considerado un modelo de piedad misionera reformada.
Al parecer anhelaba unirse a Carey en la India, pero su utilidad para encender el celo misionero entre las iglesias inglesas se consideró demasiado importante, por lo que sus amigos le animaron a quedarse en las Islas Británicas. Sin embargo, la pasión de Pearce por los perdidos encontró salida de otras maneras. En julio de 1795 recibió una invitación de la Sociedad Evangélica General de Dublín para ir a predicar a varios lugares. No pudo ir hasta el año siguiente, cuando salió de Birmingham a las ocho de la mañana del 31 de mayo. Tras viajar por Gales y tomar pasaje en un barco desde Holyhead, desembarcó en Dublín el sábado 4 de junio por la tarde. Pearce se alojó en casa de un anciano presbiteriano llamado Hutton, que era miembro de una congregación pastoreada por un tal Dr. McDowell. Pearce predicó a esta congregación en varias ocasiones, así como para otras congregaciones de la ciudad, incluidas las bautistas.
El testimonio de los bautistas en Dublín se remonta a la época de Cromwell, en 1653, cuando a través del ministerio de Thomas Patient (fallecido en 1666), se construyó la primera casa de reuniones bautistas calvinistas en Swift’s Alley. La iglesia creció rápidamente al principio, y en 1725 tenía entre ciento cincuenta y doscientos miembros. En la década de 1730 se construyó una nueva casa de reuniones. Sin embargo, cuando Pearce llegó a Irlanda en 1796, la membresía había disminuido a unos cuarenta miembros. Las impresiones de Pearce sobre la congregación no eran demasiado positivas. En una carta que escribió a William Carey en agosto de 1796, al mes siguiente de su regreso a Inglaterra, le dijo al misionero:
En Irlanda había diez sociedades bautistas. Ahora se han reducido a seis y parece que pronto se extinguirán por completo. Cuando llegué a Dublín no había ninguna reunión con fines religiosos […] De hecho, estaban tan muertos para la piedad que, aunque de su propia denominación, vi y conocí menos de ellos que de todos los demás fieles del lugar.
Esta opinión no parece haber frenado su celo en la predicación. Un diácono de Dublín escribió a un amigo: «Hemos tenido un jubileo durante semanas. Ese bendito hombre de Dios, Samuel Pearce, ha predicado entre nosotros con gran dulzura y mucho poder». Y en una carta a un amigo cercano en Londres, Pearce reconoció:
Nunca me han enseñado más profundamente mi propia insignificancia; nunca el poder de Dios ha descansado más evidentemente sobre mí. La cosecha aquí es realmente grande, y el Señor de la cosecha me ha permitido trabajar en ella con deleite.
Esta preocupación apasionada por el avance del evangelio en Irlanda queda bien reflejada en una frase de una de sus cartas a su esposa, Sarah. «Sin duda», le escribió el 24 de junio, «la Sión irlandesa exige nuestras oraciones».
«Quién puede saber lo que Dios puede hacer»
En los tres años que le quedaban de vida terrenal a Pearce, gastó gran parte de su energía en conseguir apoyo para la causa de las misiones extranjeras. Informó a Carey en el otoño de 1797:
Apenas puedo abstenerme de repetir lo que tantas veces te he dicho antes, que anhelo encontrarte en la tierra y unirme a tus labores de amor entre los pobres y queridos paganos. Sí, si mi Señor me lo pidiera, obedecería con gusto el llamado y me despediría alegremente de la tierra que me vio nacer, aunque fuera para siempre. Pero debo confesar que el camino del deber me parece más claro que antes para estar en casa, al menos por el momento. No es que crea que mis conexiones en Inglaterra sean un argumento suficiente, sino que soy algo necesario para la propia misión, y lo seré mientras se necesite dinero y no aumente nuestro número de amigos activos. El hermano Fuller y yo tenemos todo el asunto de la colecta en nuestras manos, y aunque hay muchos otros alrededor de nosotros que me superan en gracia y dones, sin embargo, sus otros compromisos lo prohíben o su peculiar forma de pensar los descalifica para esa clase de servicio. Sin embargo, deseo estar agradecido si nuestro querido Señor me emplea como un pie en el cuerpo. Me considero unido a las manos, a los ojos, a la boca, al corazón y a todo; y cuando el cuerpo se regocija, tengo mi parte de alegría con los otros miembros.
Una de las reuniones en las que Pearce predicó fue la que vio cómo William Ward (1769-1823) —que más tarde sería un valioso colaborador de William Carey en la India— era aceptado como misionero de la Sociedad Misionera Bautista. Los asistentes a la reunión, que tuvo lugar en Kettering el 16 de octubre de 1798, quedaron profundamente conmovidos por la pasión y preocupación de Pearce por el avance del evangelio. Cuando Ward escribió a Carey sobre la reunión, le dijo a su futuro colega que Pearce había «encendido toda la reunión. Si se hubieran necesitado misioneros, habríamos tenido un cargamento inmediatamente».
Al regresar de esta reunión a Birmingham, Pearce se vio sorprendido por un fuerte aguacero, quedó empapado hasta los huesos y posteriormente desarrolló un fuerte resfriado. Al no descansar y pensar tontamente que lo que él llamaba «sudor de púlpito» le curaría, continuó con un programa riguroso de predicación en Cannon Street y en los pueblos de los alrededores de Birmingham. Sus pulmones se inflamaron tanto que Pearce tuvo que pedir a Ward que ocupara el púlpito de Cannon Street durante unos meses en el invierno de 1798-99. A mediados de diciembre de 1798, Pearce no podía conversar más que unos minutos sin perder el aliento. Sin embargo, seguía pensando en la salvación de los perdidos.
En esta época, Gran Bretaña y Francia se encontraban inmersas en la gran Guerra Napoleónica, que duraría hasta mediados de la segunda década del siglo siguiente. Esta guerra fue el episodio final y culminante de una lucha que había dominado el siglo XVIII. Francia y Gran Bretaña se habían enfrentado en guerras en todas las décadas, excepto una, desde la década de 1680. No es de extrañar que hubiera poco amor entre británicos y franceses. Por ejemplo, Samuel Carter Hall (1800-1889), un hombre de letras, mencionaba uno de sus primeros recuerdos de niño, cuando su padre le ponía sobre sus rodillas y le daba tres consejos: «¡Sé un buen chico, ama a tu madre y odia a los franceses!».
Pero a Pearce le dominaba una pasión muy diferente a las que se apoderaban de muchos en Gran Bretaña y Francia: la suya era la prioridad del reino de Cristo. Aunque Pearce estaba muy enfermo, escribió una carta a Carey en la que le contaba sus planes para un viaje misionero a Francia. «He estado tratando durante algunos años», escribió,
de conseguir que cinco de nuestros ministros se pongan de acuerdo para dedicarse a la lengua francesa, […] entonces nosotros [porque él tenía obviamente la intención de ser uno de los cinco] podríamos pasar dos meses al año en ese país, y al menos convencernos de que el cristianismo no se ha perdido en Francia por falta de un experimento justo a su favor: ¡y quién puede decir lo que Dios podría hacer!
Dios utilizaría a los evangélicos británicos, en particular a Robert Haldane (1764-1842), contemporáneo bautista de Pearce, para llevar el evangelio a los francófonos del continente cuando finalmente llegara la paz, pero la predicación ungida de Pearce no desempeñaría ningún papel en esa gran obra. Sin embargo, sus oraciones ardientes en favor de los franceses no podían dejar de tener algún efecto. Las oraciones por la conversión de los no salvos nunca se pierden.