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Los cristianos de hoy tienen el privilegio de cosechar la sabiduría espiritual de grandes figuras del pasado, como Agustín. En este episodio de 5 Minutos en la Historia de la Iglesia, Stephen Nichols explica cómo Agustín magnifica la grandeza de Dios en sus Confesiones.
Transcripción
Bienvenidos a 5 Minutos en la Historia de la Iglesia, un podcast de los Ministerios Ligonier con Steve Nichols. Hoy vamos a hablar de una de las figuras más importantes de la historia de la iglesia: Agustín de Hipona.
Aurelius Augustinus Hipponensis como se conoce su nombre en latín, es uno de los primeros teólogos de la iglesia que vivió a finales del siglo 4to hasta principios del siglo 5to. Agustín es importante porque fue sobre su legado teológico que otros teólogos de la Edad Media y de la Reforma del siglo XVI basaron sus postulados.
Pero me llama la atención la primera palabra de la obra más conocida de Agustín, sus Confesiones. La obra escrita en latín comienza diciendo: Magnus es, domine,[1] es decir, «Grande eres, Señor». Agustín comienza su obra hablando de la grandeza de Dios. Es por esto que necesitamos la historia de la iglesia. Necesitamos que nos recuerden lo que es más importante.
Un sociólogo de hace unas décadas nos llamó la generación del ombligo. Estamos demasiado obsesionados con nosotros mismos. Este sociólogo decía que somos como niños cuando descubren su propio ombligo, completamente fascinados por él. Eso está bien si eres un niño pequeño. Pero, si como adultos no estamos apercibidos de que hay un mundo a nuestro alrededor, estaríamos viviendo una vida superficial.
Agustín inicia con la palabra magnus, «grande». Hay algo y alguien mucho más grande que nosotros. De hecho, el más grande. Esta palabra y la verdad que representa domina el libro de Agustín. Luego de referirse a Dios como «el más grande», habla de sí mismo como un mero fragmento, como un puntito. Y esa es una perspectiva correcta.
Los historiadores se refieren a las Confesiones como la primera verdadera autobiografía. Los reyes habían escrito crónicas de sus hazañas y conquistas. Pero Agustín escribió la primera autobiografía.
Pero sería un error pensar que Agustín es el protagonista de su autobiografía. Ese papel pertenece exclusivamente a Dios. Agustín llama a Dios el «sabueso del cielo» que persigue incansablemente a Agustín y lo atrae hacia Él. Dios creó tanto a Agustín como a nosotros para Sí mismo. Pero nuestro corazón inquieto nos impulsa a correr hacia la dirección opuesta.
Agustín precisamente concluye su primer párrafo diciendo: «Porque nos hiciste para Tí, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en Ti».
La realidad es que no tenemos descanso ni paz fuera de Él. Pero, este Dios que nos hizo, desea hacer de nosotros una nueva creación. A Agustín le gustaba llamar a la humanidad «la masa pecadora de Adán». Y este Gran Alfarero, el Dios Grande, toma barro de esta masa y le da nueva forma. Redime los corazones pecadores mediante la sangre expiatoria del sacrificio del Dios-hombre en la cruz. Dios nos da descanso y paz en Él. Así lo dice Pablo en Romanos 5:1: «Por tanto, habiendo sido justificados por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo».
Sí, este es un Dios grande. El más grande. Nuestra primera palabra no debería ser otra que la de Agustín. Nuestra reacción debería ser: «No soy más que un mero fragmento, un puntito. Y tú, oh Dios, Tú eres grande».
Este libro de las Confesiones, es más que una autobiografía, incluso más que un texto clásico, es una oración. Y esta debería ser la oración de todos nosotros.
Con ese sentir, podemos regresar a nuestra sociedad, que está tan confundida, para ofrecerles una perspectiva de paz y descanso al decir a su Creador: «Solo Tú, oh Dios, eres “magno”, inmenso, grande. Y solo en Ti nuestro inquieto corazón haya paz y descanso».
Soy Steve Nichols. Gracias por acompañarnos en 5 Minutos en la Historia de la Iglesia.
[1] Augustine of Hippo, St. Augustine’s Confessions, Vol. 1: Latin Text, ed. T. E. Page and W. H. D. Rouse, trans. William Watts, The Loeb Classical Library (New York; London: The Macmillan Co.; William Heinemann, 1912), 2.