¿No conducen a Dios todas las religiones?
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Nota del editor: Este es el sexto capítulo en la serie de artículos de la revista Tabletalk: Cristianismo y liberalismo
Aunque las batallas sobre la justificación por la fe sola en los tiempos de la Reforma fueron intensas, algunos han observado correctamente que la batalla más fiera con la Iglesia católica romana fue la relativa a la autoridad. Debajo de las preguntas relacionadas con el evangelio puro de la gracia, había una interrogante fundamental: «¿Quién lo dice?». Esta pregunta de la autoridad no quedó oculta en las sombras. Durante generaciones, Roma había posicionado abiertamente su voz como el árbitro final e infalible de la verdad, el que decidía cómo la iglesia debía interpretar la Biblia y la tradición y pronunciaba la última palabra en materias de fe e interpretación. Para Roma, la voz final e infalible pertenece al Magisterio (la enseñanza autorizada de los obispos y el papa), con especial distinción en el papa cuando habla ex cathedra (desde la cátedra).
Los reformadores expresaron su propia protesta, y con motivos divinos. La iglesia y sus oficiales no deben juzgar a las Escrituras. La iglesia es una creatura verbi, una creación de la Palabra. Entendida de esta forma, la iglesia y todos sus oficiales deben someterse a la Palabra de Dios. Sin embargo, Roma había usurpado la autoridad que solo pertenece a la Palabra de Dios, y había pervertido la autoridad derivada de la iglesia convirtiéndola en una autoridad final. Por lo tanto, los reformadores rechazaron unánimemente la afirmación con que Roma sostenía que la tradición y la Biblia hablan con voces de igual autoridad, negaron que su voz magisterial pudiera zanjar los asuntos y repudiaron sus pretensiones de infalibilidad. La Biblia sola (sola Scriptura) puede ser llamada infalible y ella sola es el juez supremo (Confesión de Fe de Westminster 1.10).
El hecho de que Roma asumiera la autoridad magisterial solo es una manifestación de la continua obstinación con que la humanidad se niega a doblar la rodilla ante la Palabra de Dios. A principios del siglo XX, en los Estados Unidos, J. Gresham Machen se enfrentó a un nuevo y formidable enemigo que desafiaba a la Palabra: el liberalismo teológico. Aunque este oponente tenía un aspecto distinto al que enfrentaron los reformadores, su voz era fuerte, su influencia era poderosa y había mucho en juego. Machen sabía a lo que se enfrentaba, y con una determinación similar a la de Lutero, conscientemente bajo la autoridad de las Escrituras, preguntó con valentía: «¿Aceptaremos al Jesús del Nuevo Testamento como nuestro Salvador o lo rechazaremos con la Iglesia liberal?».
El liberalismo teológico se respiraba en el aire del modernismo posterior a la Primera Guerra Mundial. Y las iglesias protestantes mayoritarias habían inhalado ese aire. Tras el escándalo ligado al Juicio de Scopes, el cristianismo fundamentalista se había convertido en el hazmerreír de la cultura, en un blanco de burlas para los educados y sofisticados. Si bien en su famoso sermón predicado en 1922, «¿Ganarán los fundamentalistas?», Harry Emerson Fosdick abogó por la ley suprema de la tolerancia, también mostró de un modo no tan sutil que creía que las doctrinas de la fe cristiana histórica eran absurdas. Fosdick abogaba para que todo el mundo se llevara bien.
Sin embargo, no era tan sencillo. Cuán maravillosamente tolerantes eran Fosdick y sus amigos liberales, todos los cuales creían en el dogma inflexible de que la doctrina no importa. Pero Fosdick mostraba poco afecto por los que se aferraban a los fundamentos de la fe. Resulta evidente que el amor tiene límites y exige definiciones. Machen hizo una observación encomiable: «El afecto humano, que parece tan simple, en realidad está repleto de dogmas».
Como es bien sabido, Machen observó que el liberalismo teológico no era una forma actualizada de cristianismo, sino una religión totalmente distinta, basada en las doctrinas naturalistas/humanistas de la época. En Cristianismo y liberalismo, desenmascaró hábilmente a la nueva religión, su nuevo dogma y su autoridad autoproclamada. El liberalismo «difiere del cristianismo en su visión de Dios, del hombre, de la regla de autoridad y del camino de la salvación».
Machen desafió el derecho de la Iglesia liberal a ser la «regla de autoridad», tal como los reformadores habían cuestionado la pretensión de Roma. Se dirigió a la Sagrada Escritura porque no nos llegó como meras palabras humanas, sino como la Palabra divina. No fue producida por el hombre (2 P 1:19-21), sino que es la voz exhalada de Dios (2 Ti 3:16) y «contiene el relato de una revelación de Dios para el hombre que no se encuentra en ningún otro lugar». Machen confiaba en que la Biblia es un «relato [absolutamente] verídico» porque Aquel «a quien el cristiano adora es un Dios de verdad». Si Dios es la verdad, entonces Su Palabra —toda ella— es la verdad. Esta doctrina de la inspiración plenaria (toda la Escritura es la Palabra de Dios) es el testimonio seguro de la Escritura misma y del propio Jesús. La Escritura sola es la regla final de autoridad.
Armado con la Palabra divina, Machen habló con aguda perspicacia, sincera compasión y apabullante claridad. Cuestionó los dogmas del liberalismo: su repudio de lo sobrenatural, su pecaminosa atenuación del pecado, su arrogante fanfarronería sobre la bondad suprema de la humanidad, su perverso eclipse de la teología histórica tras una falsa tolerancia reconfortante y su astuta transformación de Jesús en un gurú en lugar de Dios. En vez de la autoridad magisterial de Roma, la voz reinante de la época era el liberalismo teológico «basado en las emociones cambiantes de los hombres pecadores».
Con los pies plantados en la arena movediza de los sentimientos, las denominaciones del protestantismo ecuménico celebraron su nueva libertad: ya que la Biblia es un libro creado por el hombre, podemos interpretarla como queramos. Podemos liberarnos de las definiciones bíblicas del pecado y de la salvación, de los grilletes de los antiguos dogmas. La doctrina ortodoxa está pasada de moda; en esta nueva era, sabemos más.
J. Gresham Machen estaba seguro de que no era así. Y, movido por su celo por la gloria de Dios, se levantó para exponer la oscuridad con la luz de la verdad:
No nos engañemos. Un maestro judío del primer siglo jamás podrá satisfacer el anhelo de nuestras almas. Aunque lo revistan con todo el arte de la investigación moderna, aunque arrojen sobre Él la cálida y engañosa luz del sentimentalismo moderno, a pesar de todo eso, el sentido común volverá a asumir su lugar, y, a pesar de nuestra breve hora de autoengaño —como si hubiéramos estado con Jesús—, la venganza de una desilusión sin esperanza hará estragos en nosotros.
Los liberales creían que habían encontrado la libertad. Machen se opuso: «La emancipación de la bendita voluntad de Dios siempre implica esclavitud a un capataz peor».
La vitalidad que el Señor le dio al descansar totalmente en las Escrituras, incluso cuando lo acusaban de ser tozudo e intolerante, encendió la llama de Machen y debería encender el corazón de todos los creyentes:
Que no se diga que depender de un libro es algo muerto o artificial. La Reforma del siglo XVI se basó en la autoridad de la Biblia, y así incendió al mundo. Depender de una palabra humana sería servil, pero depender de la Palabra de Dios es vida. El mundo sería oscuro y sombrío si fuéramos dejados a nuestra propia suerte y no tuviéramos la bendita Palabra de Dios. Para el cristiano, la Biblia no es una ley onerosa, sino la Carta Magna de la libertad cristiana.
En esa libertad, Machen se mantuvo seguro, y en esa libertad, todo cristiano se deleita, pues el que se deleita día y noche en la Palabra de Dios será el que resista las tormentas y da fruto (Sal 1).