Cómo lidiar con la culpa

Tercera parte de la serie de enseñanza del Dr. R.C. Sproul «Cómo enfrentar problemas difíciles».
Un problema universal compartido por todas las personas es la culpa. Los efectos de la culpa pueden ser más de lo que uno puede soportar. Por lo tanto, ¿qué hacemos cuando experimentamos los problemas asociados a la culpa? Y, ¿qué pasa si no sentimos nuestra culpa; eso nos hace inocentes? En esta lección titulada «Cómo lidiar con la culpa», el Dr. Sproul nos ayuda a distinguir la diferencia entre la culpa y los sentimientos de culpa y cómo lidiar con ambos.

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Transcripción

Hoy vamos a considerar una de las dificultades más serias que nosotros tenemos que enfrentar en nuestra vida cristiana. Esta dificultad es considerada universal y también tiene el poder de ser debilitante y paralizante para nuestro crecimiento personal. Estoy hablando, por supuesto, del problema de la culpa. Cuando Pablo entrega su exposición del Evangelio en su epístola a los Romanos, habla de la universalidad de la pecaminosidad humana.

En el capítulo 3 de Romanos, en el versículo 19, hace este comentario: “Ahora bien, sabemos que cuanto dice la ley, lo dice a los que están bajo la ley, para que toda boca se calle y todo el mundo sea hecho responsable ante Dios porque por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de Él; pues por medio de la ley viene el conocimiento del pecado”. Pablo dice: “Todo lo que dice la ley, lo dice a todos los que están bajo la ley” y, en cierto sentido, todos estamos bajo la ley de Dios, así que todo lo que la ley dice, nos lo dice a todos.

Lo que nos dice es que cuando estemos ante el tribunal de Dios, toda boca se callará. Toda boca será cerrada porque bajo el juicio de la ley de Dios, el mundo entero es culpable. Muchas veces participo en discusiones intelectuales con distintas personas en la tarea apologética, tratando de responder sus objeciones a las afirmaciones de verdad del cristianismo. En tales ocasiones he notado que si respondes a una objeción de fe cristiana a su satisfacción, antes de que tomen un respiro, plantearán otra objeción. Si respondes a esa objeción a su satisfacción, nuevamente vendrá la tercera y la cuarta, y llega a ser casi una persecución interminable de alguien dando vueltas en círculo.

Con frecuencia, lo que haría en circunstancias como esas, después de haber tratado de responder esas preguntas, detengo ese juego y miro a la persona a los ojos y le digo: “Esta es mi pregunta para ti. ¿Qué haces con tu culpa? ¿Qué es lo que haces con tu culpa? ” No les pregunto: “¿Tienes culpa?” Asumo que tienen culpa y que ellos saben que tienen culpa. Es asombroso ver cómo las personas se detienen en seco cuando les haces una pregunta directa como esa y comienzan a tartamudear y a tropezar mientras buscan a tientas una respuesta a la pregunta, porque si hay algún lugar donde el incrédulo es vulnerable y expuesto, es en ese punto porque, aunque pueden buscar negar la realidad de su culpa, saben que están caminando por este mundo con una culpa no resuelta.

Hace varios años, tenía un amigo que era psiquiatra y en una ocasión vino muy serio y me pidió que fuera a trabajar para él. Le dije: “Debes estar bromeando. No sé nada sobre psiquiatría y ciertamente no estoy calificado ni soy capaz de trabajar en tu oficina tratando con personas que están en terapia”. Me dijo: “Oh, pero lo eres”. Pregunté: “¿Por qué lo dices?” Dijo: “Porque la gran mayoría de los problemas con los que tengo que lidiar como psiquiatra están todos relacionados con la culpa, la culpa y sus consecuencias, una culpa que es paralizante, una culpa que no está resuelta” y añadió: “La mayoría de las personas que atiendo no necesitan un psiquiatra. Necesitan un sacerdote. Necesitan entender cómo resolver ese problema con la culpa”.

Bueno, lo primero que quiero que entendamos sobre la culpa es que la culpa es objetiva.
Lo que quiero decir con eso es que la culpa no tiene nada que ver al final con nuestros sentimientos o nuestras respuestas subjetivas a las situaciones. En última instancia, la culpa se define estrictamente en categorías objetivas. Lo que quiero decir es esto. Se incurre en culpa cuando se quebranta la ley de Dios. Históricamente, definimos el pecado como cualquier falta de conformidad a la ley o transgresión de la ley de Dios. Cuando quebrantamos la ley de Dios, ya sea por no hacer lo que la ley requiere o por hacer realmente lo que prohíbe, en ese momento incurrimos en culpa.

La culpa es el quebrantamiento de la ley de Dios y, Dios, como nuestro juez, determina que cuando hemos transgredido sus mandamientos, inmediatamente después llegamos a un estado de culpa. Ahora, menciono que este asunto de la culpa es objetivo porque hay mucha confusión en nuestra cultura sobre la naturaleza de la culpa. Tendemos a asociar la culpa con los sentimientos de culpa. Necesitamos distinguir entre la culpa como objetiva y los sentimientos de culpa, que son subjetivos. Es decir, los sentimientos de culpa tienen que ver con nuestras actitudes subjetivas personales y las respuestas a las violaciones reales de la ley de Dios. Ahora, cuando hablamos de que la culpa es objetiva, estamos hablando de que se define estrictamente en términos de infracción de la ley.

Lo primero que tenemos que entender al respecto es que la ley que define la culpabilidad finalmente no es la ley civil, ni las costumbres o la moralidad de un determinado orden social, sino que la culpa moral se define por el quebrantamiento de La ley de Dios. Ahora, ¿por qué es tan importante entender eso? Bueno, porque las leyes humanas, las leyes de nuestra sociedad, las leyes que llamamos el orden cívico de nuestra cultura no siempre están de acuerdo o se corresponden con la ley de Dios. Es decir, hay muchas cosas que la ley civil puede permitir o autorizar que Dios no permitirá.

Ahora, cuando violamos la ley civil, nos exponemos al arresto y la acusación, y podríamos terminar yendo a los tribunales. Es posible que tengamos que pasar por un juicio. Tenemos un fiscal acusador, contratamos un abogado defensor. Escuchamos la presentación de la evidencia y el jurado o el juez emite un veredicto y ese veredicto será culpable o no culpable. Ahora, nuevamente, cuando se presenta la situación, nadie va a utilizar como defensa a su comportamiento la declaración de que no se siente culpable. Imagínese si lo acusan de un delito en una corte civil y el juez lee el cargo en tu contra y te pregunta, “¿cómo se declara?” y le dices: “Me declaro inocente”. Ni siquiera tiene un abogado defensor contigo y él dice: “Bueno, ¿dónde está su abogado defensor?” Respondes: “Bueno, no necesito uno porque puedo demostrar que no soy culpable”. “Bueno, ¿cómo puedes probar que no eres culpable?” “Bueno, señoría, no me siento culpable, entonces, si no me siento culpable, yo no debo ser culpable”.

Ahora, ¿qué pasa con esta imagen? Que difícilmente funcionará como defensa en un juicio penal o incluso en un caso civil en nuestra cultura, porque nuestras cortes entienden que cómo te sientas sobre lo que has hecho no influye en el análisis final sobre si realmente lo has hecho. El tema ante el tribunal es, si esta persona ha cometido el acto o el crimen por el cual esta persona es acusada. La defensa intenta argumentar que él es inocente de los cargos, ahora podría haber la intención de parte de la defensa para decir que sí, que sí lo ha hecho, pero que no es realmente responsable por ello porque está loco, o existen otras circunstancias atenuantes, fue obligado a hacerlo. Aún así, todos esos son intentos de negar o rebajar hasta cierto punto la realidad de la culpa. Sabemos que hay personas en nuestra cultura que son psicópatas o sociópatas. Pueden cometer todo tipo de crímenes atroces sin sentirse culpables en absoluto, pero, nuevamente, es tarea del tribunal determinar si se ha violado la ley.

Ahora, también es cierto que a veces podrías estar obedeciendo la ley de Dios y, al hacerlo, desobedeciendo al magistrado civil y a los ojos del magistrado civil podrías ser declarado culpable, mientras que a los ojos de Dios podrías ser declarado inocente. Recordamos en el Nuevo Testamento, por ejemplo, cuando las autoridades de la nación judía prohibieron a los apóstoles predicar el Evangelio y Pedro preguntó: “¿Debemos obedecer a Dios o a los hombres?” Respondieron: “No podemos obedecer a este magistrado civil porque si lo hacemos, incurriremos en culpa ante Dios porque nos ordenó hacer estas cosas”.

Recordamos cuando Esteban provocó la indignación de sus enemigos y en un tribunal popular fue declarado culpable al instante y fue apedreado hasta morir. Incluso mientras lo mataban, tuvo la visión del cielo abierto ante él y vio a Cristo de pie en el cielo como su abogado defensor defendiendo su caso ante Dios. La corte terrenal encontró a Esteban culpable, mientras que la corte celestial encontró a Esteban inocente, por eso entendemos que habrá estos conflictos, pero es la otra cara de esa moneda de la que debemos tener mucho, mucho cuidado, y es cuando la ley civil nos permite hacer cosas que Dios no permite.

Creo que la gente en Estados Unidos debe darse cuenta de que hemos pasado por una poderosa revolución en nuestra historia. En el siglo XVIII, tuvimos la Guerra de la Independencia, en la que logramos nuestra independencia de la corona británica. Los historiadores hablan de dos grandes revoluciones que tuvieron lugar en el siglo XVIII, una, la revolución norteamericana y la otra, la Revolución Francesa. Aunque tuvieron lugar en el mismo período de la historia, lo que estaba sucediendo en estos eventos era radicalmente diferente entre sí.

En el caso de la Revolución Francesa, lo que estaba sucediendo era una revuelta contra el orden establecido. Fue un intento de derrocar una larga tradición de costumbres, moralidad, valores e instituciones que estaban bien establecidas en la nación. La Revolución Francesa con su baño de sangre y con su reino de terror, nuevamente, buscó cambiar radicalmente la cultura de Francia. Mientras que, en Estados Unidos, la Revolución Estadounidense no luchó para establecer un nuevo orden, una nueva forma de vida, sino, más bien, para preservar la forma de vida estadounidense que había comenzado temprano en la época colonial y ahora se consideraba amenazada por cambios que fueron promulgadas por el Rey Jorge y el Parlamento de Inglaterra.

Los colonos estadounidenses decían: “Lucharemos para preservar nuestras tradiciones, para preservar nuestros valores, costumbres y nuestra moral”. Aunque era una revolución en el sentido de un levantamiento civil contra otro gobierno, no era una revolución cultural como tal.
Sin embargo, los historiadores culturales nos han dicho que la revolución más radical en la historia de Estados Unidos no tuvo lugar en 1776, sino que sucedió en el siglo XX, principalmente en la década de los sesenta, donde la revolución de los sesenta fue una revuelta contra los valores establecidos, las costumbres establecidas, contra el orden establecido. Con llevó una revolución sexual, el movimiento feminista, el movimiento por los derechos homosexuales, el movimiento por la libertad de expresión, entre otros.

Estos fueron los intentos de una nueva generación para crear una nueva sociedad, una gran sociedad, un nuevo orden y, en muchos aspectos, tuvo éxito. Aquellos que tienen la edad suficiente para recordar la cultura anterior a 1960 a veces todavía permanecen algo aturdidos y confundidos sobre lo que ha sucedido en nuestro propio país y ahora experimentamos la vida como personas que pertenecen al orden antiguo y ahora se ven obligados a acostumbrarnos a un nuevo orden, en el que hay una gran falta de comunicación entre esos dos órdenes y estamos inmersos en una guerra cultural.

Ahora, en muchos aspectos, esa revolución fue una revolución ética y moral en los sesentas y tuvo algunas dimensiones muy extrañas. En la cultura juvenil, los campus universitarios de los sesenta, con la llegada de la cultura de las drogas y el consejo de Timothy Leary para que los jóvenes se enciendan y abandonen y cosas así, tuvimos la generación hippie y todo eso. Hubo dos consignas famosas que surgieron en nuestra cultura. El primero fue que todos tienen derecho a hacer con su vida lo que quieran. Escuchen eso por un momento. Todos tienen derecho a vivir como quieran. Eso rinde homenaje a una filosofía de relativismo moral y subjetivismo puro, que dice: “Tengo el derecho, moralmente hablando, de hacer lo que quiera hacer.

Si quisiera involucrarme en una conducta sexual prematrimonial o una conducta sexual extramarital, ciertamente no es asunto del gobierno. No le debe importar a nadie. El gobierno no tiene derecho a invadir el dormitorio. Esto es un asunto de preferencia personal y privada para mí “. Es subjetivo, es relevante y fuimos testigos del impacto de ese tipo de pensamiento en el trauma de 1998, entrando a 1999, con el proceso de destitución del presidente de los Estados Unidos, donde la nación estaba muy dividida sobre el debate de distinguir entre la conducta moral personal del presidente y su conducta política como oficial principal de la nación, porque la segunda consigna de los sesenta era ese grito y llamado de los jóvenes menores de 30 y recuerdas que decían que no se puede confiar en nadie de más de 30 años, la llamada brecha generacional de la que se hablaba en ese tiempo, invocando a la generación mayor para que dijera las cosas como son.

Ahora la frase “dilas como son”, es un llamado a la verdad objetiva y notas la tensión aquí. Por un lado, los jóvenes estaban diciendo: “Queremos hacer lo que queramos. Queremos vivir sobre una base subjetivista, pero queremos que digas las cosas como son, para ajustarte a algún tipo de estándar objetivo de la verdad”. Ahora, si analizamos eso con cuidado, lo que descubrimos es que lo que sucedió en esa década de los sesenta y al inicio de los setenta era una divergencia radical entre lo que llamamos ética personal y ética social.

El mismo grupo de personas que marchaban en nombre de la justicia social con respecto a los derechos civiles y tenían una profunda pasión por asegurarse de que los derechos humanos estuvieran protegidos en la tierra y se oponían a la violencia y el derramamiento de sangre y la Guerra de Vietnam y protestaron contra la guerra y la violación de los derechos humanos en todo el mundo, que tenían un alto sentido de moral social, eran los mismos que vivían en comunas, drogándose e involucrándose en conductas sexuales promiscuas y desenfrenadas, por lo que se produjo esta divergencia entre la moral personal y la moral social o pública.

En cierto sentido, lo que sucedió fue que el pecado se redujo ahora a un comportamiento institucional, no a un comportamiento personal, y la inmoralidad personal se racionalizó sobre la base de que las personas tenían el derecho o la libertad de expresarse lo que quisieran. Vivimos del otro lado de esa revolución, por eso hoy nos encontramos con todo tipo de confusión sobre el tema de la culpa. Recuerdo haberme reunido con un estudiante universitario del último año, en los sesenta cuando estaba enseñando en una universidad y esta joven pidió una cita para recibir consejería.

Ella vino a verme y estaba muy angustiada y me explicó que se había comprometido recientemente y que ella y su prometido estaban involucrados en actividades sexuales prematrimoniales. Ella me dijo: “Y me siento tan culpable”. La escuché y dijo “Fui a ver al capellán de la facultad y le expliqué lo culpable que me estaba sintiendo y él me dijo que la razón por la que me sentía culpable era porque era víctima de una ética anticuada, victoriana o puritana, que tenía una tendencia a oprimirnos en nuestra libertad sexual y en nuestro derecho a expresarnos como adultos maduros”. “Él me aconsejó de esa manera”, dijo, “pero, profesor Sproul, todavía me siento culpable”.

Le dije: “Bueno, eres muy afortunada”, me preguntó: “¿Qué quieres decir con afortunada?” Le contesté, “Bueno, es algo maravilloso cuando te sientes culpable si eres culpable. El problema es cuando somos culpables y no lo sentimos”. Le dije: “La razón por la que te sientes culpable no es por lo que hicieron los puritanos o por el legado de la reina Victoria. La razón por la que te sientes culpable es porque eres culpable. Has violado la ley de Dios por tu propia admisión y por tu propio testimonio. Todos los intentos de psicoanalizar y racionalizar para echar esta culpa, afortunadamente para ti, no han sido efectivos.

El dolor del sentimiento de culpa es una cosa curativa maravillosa. Imagina lo que nos pasaría como seres humanos si nuestros cuerpos físicos perdieran repentinamente la capacidad de sentir dolor. Nunca nos alertarían de la presencia de una enfermedad invasiva que podría poner en peligro la vida. Por incómodo que sea el dolor, es una señal de advertencia, una alerta para nosotros de que algo anda mal”. Le dije: “Así que eres afortunada de que al menos aún tienes la capacidad de sentirte culpable, porque el sentimiento de culpa es una de las cosas de las que ahora nos hemos vuelto expertos en eliminar”.

Piensa en tu propia vida y en cómo has lidiado con la culpa, cómo si cometes un pecado una vez, podrías sentirse abrumado con un malestar en la boca del estómago, una sensación de repulsión personal por lo que ha hecho. Te enferma eso, literalmente, porque el peso de tus sentimientos de culpa es enorme. Luego lo haces de nuevo y la segunda vez no es tan incómodo. Luego lo haces por tercera vez, cuarta vez, quinta vez, sexta vez y muy pronto podrás seguir este patrón de comportamiento sin ningún sentimiento de culpa en absoluto.

Has adquirido el estado que Jeremías describió cuando habló de la dureza de corazón del pueblo de Israel cuando les dijo que debido a sus repetidas transgresiones de la ley de Dios: “pero tú tenías frente de ramera, no quisiste avergonzarte”. Es decir, has perdido la capacidad de sonrojarte. Te has vuelto renuente, te has vuelto insensible y ahora puedes violar la ley de Dios y que no te genere el más mínimo pensamiento al respecto”. Allí es donde la ausencia de sentimiento de culpa se convierte en una licencia para seguir pecando y pecando con el supuesto de que puedes hacerlo con impunidad.

Hablamos de los problemas morales de nuestro día. Me han entrevistado muchas veces en programas de radio y televisión y particularmente con respecto al problema ético más grave de nuestros días, a saber, el tema del aborto. Estos locutores de radio me preguntan como teólogo qué pienso al respecto y les digo: “No tengo tiempo para entrar al caso completo contra el aborto a pedido, pero puedo darte una respuesta corta. Como persona que ha pasado toda su vida estudiando teología, todavía hay asuntos que desconozco, muchas cosas que no sé”. Y añadí, “Pero si hay algo que sé acerca de Dios, es que Dios odia el aborto, que, a los ojos de Dios, esto no es una transgresión menor, sino una violación grave y terrible de la santidad de la vida humana”. Además, “No tengo ninguna duda al respecto”. Lo que me asombra es la forma arrogante en que la gente de la cultura moderna puede lidiar con estos problemas sin ningún sentimiento de culpa aparente.

Me pregunto cómo se siente esa mujer que ha sido alentada a abortar y todos en el grupo le dicen que está bien, está bien, que la ley lo permite y todo lo demás, y ella lo hace. No puedo creer que esa mujer, bajo circunstancias normales, esté completamente libre del asalto a su conciencia. Asumo que ella tiene que conocerlo mejor. Sin embargo, por cada acción pecaminosa debajo del cielo, alguien ha presentado una defensa racional cuidadosamente elaborada, un intento de justificación. Por eso tenemos un problema con este conflicto entre la culpa y el sentimiento de culpa. Podemos desensibilizar nuestras conciencias y, recuerde, la conciencia es crucial aquí.

La Escritura habla de la conciencia como esa voz interior dentro de nosotros, esa voz que nos acusa o nos disculpa por nuestro comportamiento práctico. Sin embargo, no fue Dios quien dijo: “Deja que tu conciencia sea tu guía”. Fue Pepe Grillo, y debemos tener cuidado de adherirnos a lo que yo llamo la teología de Pepe Grillo. Ahora, nuestra conciencia debería ser nuestra guía en algunas cosas, es decir, si nuestra conciencia está debidamente informada por la palabra de Dios, entonces deberíamos estar siguiendo nuestra conciencia, pero la conciencia, dice la Escritura, puede ser cauterizada. Puede torcerse y distorsionarse y la conciencia puede realmente excusarnos por las mismas cosas que Dios nos está acusando de hacer.

Pensemos en David. De verdad que no puedo llegar a imaginar que el rey David, quien en otras partes era definido y descrito como un hombre conforme al corazón de Dios, quien escribió muchos de los salmos magníficos. Aquí estaba un hombre cuya alma estaba inflamada de pasión por las cosas de Dios, que se involucra en adulterio y debido a su participación en ese adulterio, usa luego el poder de su posición política para enviar al esposo de su amante al frente de batalla, donde sería convenientemente asesinado y removido como un obstáculo para el deseo de David de poder tomar a Betsabé para él. No puedo creer que David haya pasado por ese proceso sin que la culpa lo atormente.

Sin embargo, incluso David, quien estaba tan familiarizado con la ley de Dios, logró silenciar esas voces internas. Por lo que, cuando Natán, el profeta, se le acercó para confrontarlo por su comportamiento, Natán le cuenta una parábola para llamar la atención de David. David no se reconoció a sí mismo en la parábola. David expresó su indignación, su indignación moral por el comportamiento del villano de la parábola y dijo: “¿Dónde está este hombre? En mi reino no toleraré eso”, hasta que Natán miró a David y le dijo: “Tú eres el hombre”. Luego, la casa de David se derrumbó sobre su cabeza, porque de repente, a través del poder del Espíritu Santo, David se enfrentó cara a cara con la realidad de su culpa y quedó devastado.

Afortunadamente para David, todavía había sensibilidad en su alma hacia las cosas de Dios, de modo que cuando Dios, el Espíritu Santo, lo tocó con la convicción de su pecado, en ese momento David estableció una relación correcta entre sus sentimientos de culpa y la realidad de su culpa. Lo objetivo y lo subjetivo se unieron, pero para la mayoría de nosotros, eso es raro. Tenemos todo tipo de técnicas subjetivas para ocultar nuestra culpa, para esquivar nuestra culpa, para negar nuestra culpa, pero tenemos que recordar, amados, que la culpa es real y no se define por lo que queremos. No se define por lo que sentimos. No se define por lo que es legal en el país. Se define por la ley de Dios.